viernes, 12 de octubre de 2012





La División de Poderes en México

Las elecciones federales del 2 de julio de 2000 cerraron el ciclo del cambio político en México. El largo proceso de transición a la democracia concluyó así con la alternancia del partido que mantuvo el poder por más de siete décadas. En este devenir hacia la democracia, México ha sido testigo de la erosión paulatina de las instituciones clave que le dieron rostro al antiguo régimen: un presidencialismo omnipresente que sofocó los intentos por alcanzar un equilibrio entre poderes, porque funcionó apoyado en un sistema de partidos que otorgó a uno solo, el predominio en las arenas electoral y legislativa.

Al iniciar el siglo xxi la democracia se ha erigido con el triunfo sobre los órdenes políticos que han conocido las sociedades. Más de 120 naciones en todo el orbe, México entre ellas, viven en este momento bajo alguna forma de régimen democrático. Pero aún con diferencias, de intensidad y profundidad, la democracia contemporánea enfrenta desafíos que tiene que ver con su propia dinámica: la configuración de los gobiernos, el sentido de la representación política, la formación de mayorías, el papel de la oposición, así como la pluralidad y la eficacia de la división de poderes, son algunos de estos retos que pueden ser vistos como síntomas de un esta de salud vital y activo de la propia democracia, pero que también pueden.

La división de poderes nació de la clásica propuesta de Montesquieu, quien llamó obra maestra de la legislación a «un gobierno moderado donde las fuerzas políticas adquirieran un orden, donde tuvieran un contrapeso y un lastre que las equilibra que las pusiera en estado de resistir unas a otras»

El realismo político tradujo la tesis del filósofo francés en El Federalista, donde Madison, Hamilton y Jay, padres fundadores del constitucionalismo norteamericano, discutieron las bondades y peligros del gobierno representativo. Para ellos, la división de poderes era la condición necesaria para el funcionamiento de una democracia; dividir el poder era entonces imperativo legal para evitar que las facciones monopolizaran el poder. Los federalistas pensaron que tiranía de uno o de muchos, tiranía de notables o de electos, sería la misma cosa sin un mecanismo para separar las funciones Ejecutiva, Legislativa y Judicial. 

El desarrollo y extensión de los regímenes democráticos ha vuelto aún más complejo su funcionamiento, primero con el nacimiento de los partidos políticos modernos en las primeras décadas del siglo xix y después con la aparición de la re-presentación proporcional en la década de 1860 las virtudes del orden democrático no se reducen a que los ciudadanos elijan a sus representantes y a través ellos participen en el diseño de las leyes, la toma decisiones y en la hechura de las políticas públicas; sino también, y principalmente, en la posibilidad de ejercer control sobre la actuación de quienes gobiernan.

Con todo, las diferencias entre parlamentarismo y presidencialismo para la formación de los gobiernos son notables. En sistemas parlamentarios, por ejemplo existe una alienación casi automática en el poder, porque el partido o la coalición parlamentaria mayoritaria es justamente la que hace gobierno. En tanto en la democracia presidencial, como señalamos, opera la separación entre las ramas que integran al gobierno y no necesariamente existe una identidad entre el Legislativo y el Ejecutivo.

Dividir el poder era una vacuna contra las tentaciones autoritarias, contra los excesos personalistas o de grupo y contra una eventual complicidad tiránica entre quienes hacen las leyes y quienes las ejecutan. Es por ello que en el presidencialismo, la formación de mayorías parlamentarias ha sido un fenómeno necesariamente asociado, entre otras variables, al desarrollo de los sistemas de partidos. la formación de mayorías parlamentarias en la democracia presidencial es un factor importante para explicar su funcionamiento y desempeño, así como uno de los indicadores para comprender su estabilidad.

Del conjunto de rasgos característicos de todo sistema presidencial, cuatro de ellos se encuentran directamente vinculados con el problema de la integración de mayorías parlamentarias: 1) el Ejecutivo y el Legislativo son elegidos de manera directa e independiente; 2) existen períodos fijos para la duración de sus cargos tanto en el caso del presidente, como de los legisladores; 3) el presidente no tiene facultades para disolver el Congreso; y por último 4) el Ejecutivo tiene poder de veto sobre la legislación y ese veto sólo puede ser superado por una mayoría extraordinaria.

El primero de ellos, según Juan Linz, produce una peligrosa doble legitimidad democrática, tanto del presidente, como en los miembros del Congreso, debido a que ambos provienen de una votación donde los ciudadanos directamente los han elegido. El segundo, consiste en que, debido a la elección separada, ambos poderes se constituyen de manera independiente, y la temporalidad en el cargo es rígida puesto que no depende de la voluntad del otro Poder como en el parlamentarismo.

Los dos restantes, son por así decirlo, el corazón de la separación de poderes en el presidencialismo, pero aluden también al margen de maniobra política de ambas ramas del gobierno y a las eventuales esferas de conflicto el asunto de la doble legitimidad democrática del presidente y el Congreso, se constituye en factor de inestabilidad, en la medida que el Ejecutivo no cuenta con una sólida mayoría parlamentaria que le ayude a gobernar. En segundo lugar, la rigidez del período de gobierno se vuelve re-levante conforme una oposición mayoritaria busca mecanismos legales para la re-moción del Ejecutivo. La tercer característica, presidentes sin poderes para disolver el Gobierno, es el sustento de la división de poderes; pero como sabemos, ello no ha impedido que en la práctica ejecutivos que no contaban con una mayoría para gobernar, buscaran mecanismos extralegales y aún autoritarios para clausurar el Congreso y llamar a nuevas elecciones, con la esperanza de hacerse de la mayoría que les faltaba. El último factor, el poder de veto, es siempre polémico, porque se conforma en circunstancias donde el apoyo parlamentario del presidente ha sido superado y se recurre a este dispositivo jurídico, como medida extrema, para frenar una legislación que una mayoría ha decidido.

El modelo más simple de gobierno dividido se da en presidencialismos con sistemas de partido bipartidistas, donde el presidente pertenece a una fuerza política y el Congreso es controlado por otra, como claramente sucede en los Estados Unidos mientras en la Unión Americana, desde sus orígenes, la división de poderes obedeció al criterio de los pesos y contrapesos, en América Latina el criterio para dividir el poder se redujo a una lógica de límites funcionales. 

La teoría ha distinguido cinco factores que inciden en la generación de un gobierno dividido: 1) el llamado voto diferenciado (split tiket); 2) el peso de las agendas local y nacional; 3) el ciclo electoral, que comúnmente se cumplen en elecciones intermedias; 4) la existencia de expectativas electorales diferentes en la elección de legisladores y Ejecutivo, y 5) un ejercicio de moderación político partidista que los votantes hacen mediante el sufragio.

El voto diferenciado o cruzado, establecido como la primera causa de los gobiernos divididos, es la práctica de los electores mediante la cual deciden votar por un partido en la Presidencia y por otro en el Congreso.

El segundo factor, nos habla sobre la importancia que tienen para los votantes los asuntos de las agendas local y nacional; y contempla también la fuerza electoral de cada legislador en sus respectivos distritos. La tercera causa es el llamado ciclo electoral, que hace referencia a un proceso de desgaste que experimenta la figura presidencial luego de su arribo al poder. La cuarta  nos habla de un elector racional que decide administrar el sentido de su voto con relación a las expectativas que tiene sobre los candidatos a la Presidencia y al Congreso. En este caso, los ciudadanos generan una preferencia partidista en función de productos gubernamentales específicos; desean con ello maximizar las promesas de campaña tomando «lo mejor» de cada partido.

De acuerdo con esta propuesta, a través del voto los ciudadanos buscan balancear y moderar la presencia parlamentaria de los partidos, y con ello pretenden romper un período de dominio partidista. En  teoría, todos estos factores son aplicables tanto en sistemas presidenciales bipartidistas, como multipartidistas, porque su razonamiento tiene que ver con los marcos institucionales y con el comportamiento del elector.

Se advierte, sin embargo, que tanto en México como en el resto de América Latina, existe otro conjunto de factores en la conformación de gobiernos divididos.

Un tema más, igualmente polémico, es el asunto del déficit público como consecuencia de un gobierno dividido. Detrás de esta aseveración hay una lógica simple: un Congreso mayoritariamente opositor buscará modificar la política económica del presidente en los rubros de gasto e impuestos, porque son las variables que afectan el bolsillo de clientelas electorales específicas y porque lo que pretende es ganar simpatías de cara a la siguiente elección.

Los motivos que explican el bajo nivel de conflictividad en este gobierno dividido y tratar de delinear alguna perspectiva para los próximos años. La experiencia nos señala que fueron varios los factores que evitaron el choque entre poderes y que la ausencia de mayoría se tradujera en parálisis gubernamental: 1) el poder de veto que el PRI mantuvo en el Senado; 2) la disciplina de partido, presente en todos los grupos parlamentarios; 3) la dificultad para que una coalición opositora pudiera perdurar; 4) una moderación del presidente sobre cambios a la legislación; y finalmente 5) el papel que desempeñaron los partidos opositores.

Un factor más, fue desde luego una actitud de moderación del Ejecutivo que evitó presionar al Congreso con una sobrecarga de iniciativas de ley. 

Es posible así que los gobiernos divididos se conviertan en una práctica continua, como ya ocurre en el interior del país, y que los presidentes con apoyos mayoritarios en el Congreso se vuelvan la excepción de la regla. En este caso, alentar su funcionamiento eficaz y el ejercicio responsable de los cargos públicos, serán las premisas de rumbo.

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